viernes, 29 de noviembre de 2013

TR, el superhéroe gay, en "El Ascenso de los Conjurados" 39

— Ahora que estamos desnudos, no puedes hacernos nada. — Dijo TR desafiante.

— Todavía llevas los calcetines. — Le respondió el Sastre Rojo con sorna.

TR se agachó a toda velocidad y se quitó los zapatos y los calcetines. Ni siquiera habían empezado a apretarle, por lo que su enemigo debía estar tomándole el pelo, pero prefería no arriesgarse. No sabía hasta dónde alcanzarían los poderes del Sastre Rojo. Nunca antes los había tenido. Cuando le conoció, no era más que un friki que usaba las prendas de ropa como arma. Era bastante más habilidoso de lo que cualquiera hubiera imaginado en un principio, pero lo de controlarlas era algo nuevo. Igual que la capacidad de Gamer de extraer vehículos de los juegos. Todos los de la Asociación de Superhéroes estaban extrañamente poderosos.

Mientras su compañero se dedicaba a deshacerse de los últimos vestigios de su vestimenta, Bolea se hizo con algo para cubrirse. Las miradas lascivas del Sastre Rojo la estaban revolviendo el estómago. Así que, en vista de que no podía usar nada de tela y que no tenía tiempo de ir a su habitación a enfundarse su armadura samurai, tuvo que optar por un par de cuadros. Se colgó uno alargado del cuello y otro más pequeño, el retrato de un familiar desconocido, de la cintura. Tapaban lo justo e iban a incordiarle en la lucha que vendría, pero al menos su enemigo no le estaría mirando las tetas.

TR recogió su palo de metal extensible del suelo y se puso en guardia. A diferencia de su amiga, él se encontraba cómodo sin ropa. Su etapa de actor porno le había dejado su vergüenza en ese sentido. Y tampoco le importaba luchar en pelotas. Varias películas con escenas de lucha grecorromana habían conseguido que se acostumbrara a ello.

— Ahora sí que estoy completamente desnudo. Ya no puedes hacerme nada. — Proclamó, un vez más.

El Sastre Rojo rio. Los restos del disfraz de Drácula que se encontraban por el suelo se lanzaron contra su cara, tratando de asfixiarle. Entretanto, Bolea aprovechó para atacar (a pesar de sus problemas de movilidad por culpa de los cuadros) lanzando su maza. No llegó a golpear su objetivo.

La ropa que llevaba el Sastre Rojo, que tomaron por un mono negro, en realidad estaba formado por varias vendas, al estilo de una momia egipcia. Como si una naranja se pelara sola, las tiras fueron desenredándose del cuerpo de su dueño, dejando al descubierto el habitual y encarnado uniforme del Sastre. Una vez liberadas, las vendas negruzcas se dispusieron en círculo alrededor del hombre, balanceándose al estilo de las serpientes encantadas.

El proceso al completo sucedió a una velocidad pasmosa, en décimas de segundo, por lo que Bolea no pudo apreciarlo. Lo que sí vio fue cómo las tiras de tela se elevaban sobre ellas mismas y detenían su maza en seco.

— Ya ves, que hasta tu poderosa maza es inservible contra mí, bellísima Bolea. — Dijo el Sastre Rojo regodeándose.

La maza de Bolea incrementó su presión contra las vendas, pero estas siguieron resistiendo. Entre tanto, en un rincón, TR pudo respirar por primera vez en lo que a él le pareció una eternidad. Los restos del disfraz de Drácula habían dejado de tratar de matarle, lo que parecía indicar que el Sastre Rojo estaba utilizando toda su concentración en luchar contra Bolea. Lo mejor era que no daba muestras de haberse dado cuenta.

Así que TR, aprovechando el factor sorpresa, se arrastró sigilosamente hasta el mueble bar de su amiga y se hizo con una botella de tequila. En el aparador de la entrada, encontró las cerillas para encender velas aromáticas.

— ¡Sorpresa! — Gritó mientras rociaba las vendas con el alcohol y le lanzaba una cerilla. Una de las tiras consiguió apresarle el cuello, pero desistió en cuanto su amo comenzó a dar alaridos por el salón.

— Te pasaste un poco. — Le recriminó Bolea a su amigo. — Traé el extintor que hay en la cocina antes de que me queme la casa.

— Qué desagradecida eres. — Se quejó TR.


viernes, 15 de noviembre de 2013

TR, el superhéroe gay, en "El Ascenso de los Conjurados" 38

Para cuando dejaron de devanarse los sesos con la identidad de los Conjurados y salieron del coche, Bolea ya había conseguido localizar a alguien vigilando desde una de las azoteas cercanas. Era delgado, alto y vestía de negro. Eso era todo lo que consiguió sacar del primer vistazo. No eran características muy concretas y podían describir tanto a un ninja como a un mendigo, pero no se atrevió a seguir mirándole por miedo a atrae su atención. Tampoco TR consiguió distinguir más detalles de su persona.

Ya habían supuesto que habría vigilancia, así que no les pilló por sorpresa. Saber dónde estaba les daba cierta ventaja sobre él, aunque hubieran preferido conocer su identidad. Si algo se torcía, podría resultar muy conveniente saber si se tendrían que enfrentar a un ciborg con pistolas láser, a una mujer-mono o al señor que usa zanahorias como armas. Pero tendrían que confiar en que todo saldría bien. Entrarían en la casa de Bolea, cogerían las armas necesarias y, en menos de diez minutos, se encontrarían de camino a otro de sus pisos francos para trazar la estrategia que seguirían a partir de ese momento.

— ¿Cuándo nos ha salido bien un plan fácil y sencillo? — Preguntó TR preocupado a su compañera.

— Tranquilizate e intentá parecer divertido. — Le recomendó Bolea.

En principio, no tenían ningún motivo para inquietarse. Para empezar, estaban vivos lo que siempre es una buenísima señal. Y los disfraces que llevaban (de Drácula en talla niño y de enfermera en talla guarrilla) ayudaban a que se mezclaran con las decenas de personas que anegaban la calle tratando de entrar en el evento que TR había organizado en el bar cercano. Así, camuflados entre decenas de asistentas con barba, gatas negras, princesitas y cowboys, consiguieron llegar a la entrada secreta y, de allí, al piso de Bolea.

La casa estaba vacía, oscura e inmóvil. No había luces de linterna, muebles volcados o extraños crujidos. Era una vivienda normal y corriente que llevaba un día cerrada. Tan tranquila y apacible que parecía invitarles a que se sentaran en el mullido sofá y se vieran una película degustando una de las estupendas cervezas de importación que se guardaban en su nevera. Estuvieron tentados a hacerlo, sobre todo Bolea. La mujer tuvo que reunir toda la fuerza de voluntad de su mente para controlarse y quedarse quieta. Quería ir al armario a por ropa limpia y tomarse un café en condiciones y coger su cepillo de dientes eléctrico y darse un masaje en su sillón ergonómico y hacer ejercicio en su gimnasio y… volver a su vida. No llevaba ni un día apartada de ella y ya la echaba de menos. Pero, a pesar de estar físicamente en ella, no podría hacer ninguna de esas cosas hasta que esa crisis pasara. El vigilante que encontró en el exterior era un recordatorio de la gravedad de la situación. Debían coger las armas y marcharse a un lugar seguro a toda velocidad.

El ambiente casero de aquel piso en el que tanto tiempo había pasado también influyó en TR, al que invadió una profunda nostalgia por su propia vivienda. Ni siquiera sabía si seguiría en pie. Se había obsesionado tanto con el libro del Archivista, que ni siquiera se lo había planteado. Una vez más, los temas mundanos quedaban eclipsados por los problemas superheroicos. Y no sólo su piso. Tampoco su trabajo o Mario habían acudido a su mente en las últimas 24 horas.

— Mierda. — Susurró TR recordando que Mario había dicho que se pasaría por su apartamento esa mañana para ver cómo se encontraba. — El pobre estará pensando que paso de él o que me ha ocurrido algo. Aunque es raro que no me haya llamado al móvil. — Añadió echando un rápido vistazo a su teléfono. Estaba apagado. Hasta eso había quedado fuera de su cerebro por su obsesión por el Archivista. — Mierda y re mierda.

La situación empezaba a agobiarle. Eran demasiadas cosas con las que lidiar, demasiados problemas. Y, además, estaba el ajustadísimo disfraz para niños de Drácula. Lo que antes era molesto, comenzaba a ser doloroso. Le apretaba tanto que le estaba ahogando. Mucho. Muchísimo.

— Esto no es normal. — Intentó decir casi sin aire. Le costaba respirar. El cuello del disfraz le oprimía la garganta. Se estaba mareando. Y Bolea parecía tener los mismos síntomas.

TR sacó uno de sus cuchillos y, con dificultad, rasgó las ropas que llevaban. Todas por completo. Desde los cutres disfraces a la ropa interior.

— Qué lástima que Gamer no esté aquí. — Dijo una voz desde la oscuridad de la cocina. — Le hubiera encantado esta imagen. Quizás te saque unas fotos para que tenga algo que pensar por las noches. Aunque tampoco es que yo vaya a despreciar la visión del cuerpo de la bella Bolea.

La figura avanzó hasta que pudieron distinguirle con la luz que entraba por las ventanas. Era alto, delgado y vestía de negro. Seguramente, se trataría del vigilante que Bolea había localizado en la azotea. Ya sabían de quién se trataba. Era Sastre Rojo, el superhéroe que usaba la ropa como arma.


viernes, 8 de noviembre de 2013

TR, el superhéroe gay, en "El Ascenso de los Conjurados" 37

No era la primera vez en sus trayectorias como superhéroes que TR y Bolea se sentían odiados o, incluso, en el punto de mira de las autoridades. Ya habían pasado por algunas situaciones similares con anterioridad, como cuando quisieron limpiar la Quebrada de drogas y malhechores o la vez que el alcalde se empeñó en convertir a TR en el enemigo número uno de la ciudad, después de su salida del armario (la de TR, no la del alcalde que seguía declarándose, orgullosamente, heterosexual hasta la médula). Casi podrían decir que les parecía algo… usual. Aunque lo que nunca antes les había sucedido era que les amenazaran con enviar al ejército tras ellos. Normalmente, consideraban que la policía y el resto de héroes se bastaban y se sobraban para detenerlos.

Sin embargo, a pesar de esta preocupante novedad (o, precisamente, por ella) tenían muy claro qué era lo fundamental para sobrevivir a una situación de ese calibre: Necesitaban armas. Montones de ellas. Y no había lugar más repleto de cachivaches bélicos que la casa de Bolea. Que alguien que usa como arma, exclusivamente, una bola de demolición acumule cantidades ingentes de armamento en su piso, puede parecer contradictorio, pero lo cierto era que se debía a razones de seguridad. Existen pocos lugares mejores en los que esconder un arsenal que en el apartamento de una mujer que utiliza una bola de demolición como arma.

El principal problema que debían solucionar era cómo entrar en el piso. Confiaban en que Reeva y sus secuaces no hubieran desvelado sus identidades secretas a la policía. Primero, porque si querían recuperar el libro del Archivista, necesitaban contar con una ventaja para atraparles antes que las fuerzas del orden. Y, en segundo lugar, porque eso iría en contra de una de las más antiguas leyes de los superhéroes. Reeva, sin lugar a dudas, podía ser descrita como “loca genocida peligrosa con brotes psicopáticos y complejo de dios”, pero también era una fanática de las normas, las tradiciones y el protocolo. Jamás osaría algo tan deshonroso y ruin. Así que no era complicado imaginar que la casa de Bolea estaría vigilada, únicamente, por gente de la Asociación de Superhéroes. Seguramente, por alguno de los miembros de la junta directiva. Con Gamer descartado por sus heridas y Reeva por su enorme ego (nunca se prestaría a una vulgar misión de vigilancia), aún quedaban otros cuatro posibles enemigos: Superbyte (si se había recuperado de la paliza que le dio Bolea), Chita, Ultra-acelga y el Sastre Rojo. Se trataba de gente ridícula, pero también bastante peligrosa. Su mejor opción era darles esquinazo y entrar en la casa de Bolea por la entrada secreta del edificio adyacente.

Cuando TR le propuso hacer un pasadizo secreto de seguridad, a Bolea no le gustó nada la idea. Le resultaba absurdo que alguien fuera a impedirle a una chica con una enorme bola de demolición entrar en su casa. Incluso después de que su amigo la construyera a hurtadillas, siguió pareciéndole absurdo. Sin embargo, mientras se dirigían en coche hacia su apartamento, estaba encantada de estrenarla. Pero antes debían llegar a ella y, para conseguirlo, habían parado en, una tienda que les pillaba de camino, a comprar un par de disfraces con los que pasar desapercibidos. Bolea iba de enfermera guarrilla y TR llevaba un traje de Drácula un par de tallas más pequeño de lo que hubiera necesitado. Eran cutres, pero daba igual. Lo importante era tener un aspecto diferente al que esperaban (TR, Bolea, Sergi o Melanie). Además, TR había usado sus conocimientos “copiados” de informática y publicidad para organizar un “mega-evento temático súper-exclusivo con barra libre gratuita y sorteo de viajes entre los asistentes que vayan disfrazados” en el bar que había junto a la casa de Bolea. Como esperaba, la combinación de “megaevento”, “súper-exclusivo”, “gratuito”, “barra libre” y “sorteos de viajes” provocó que todo aquel que tuviera un disfraz a mano se pasara por el loca y, para cuando llegaron al barrio, la cola daba la vuelta a la manzana. Pero antes de que se bajaran, el libro del Archivista emitió un pitido y un ligero resplandor.

— Anda, es como un microondas. — Se rio TR.

— Mirá a ver que dice. — Le dijo Bolea mientras oteaba las azoteas de los edificios. Aún no había encontrado ningún vigilante, pero estaba segura de que alguno habría.

— “Lo que ninguno de los tres sabía era que se conocían en su vida civil. Omega, en realidad, se llamaba Héctor y había tenido una sonora pelea con Sergi en el gimnasio”. — Leyó TR.

— ¿Ya sabés quiénes son?

— Pues la verdad es que no tengo ni idea. — Respondió el chico confuso.